17 de enero de 2010

Maldita.

Coño, estoy fatal. Tengo los nervios a flor de piel, la mirada triste y enfadada, la garganta plagada de heridas, los pulmones quemados y retorciéndose de dolor con cada suspiro de impaciencia, mis manos ya no hacen caso a la mente; escribo paranoia con doble l. A veces, sin querer, construyo un rap pensando en tus pantalones, y es que te echo de menos. Mis labios te echan de menos, mis ojos tu mirada, mi frente tus mechones de pelo, mi nariz tus besos esquimales.
Hoy me he levantado y he descubierto que tengo un infarto cerebral metafórico. Me duele todo y no pienso en nada. No hay consecuencias para mí porque todo es tan simple como actuar sin pensar en ellas y, si vienen, que vengan, no les haré caso. Como siempre.
Me da igual llegar a casa con el cuello marcado y oír a mi madre, me da igual descubrir botellas de ginebra en el tocador de la habitación de mi padre, me da igual que no respire por las noches, que se quede durante unos segundos sin aire. Tal vez eso dé explicación a por qué su cerebro ya no es el mismo de antes. ¿Es que no tiene tanto oxígeno? Yo podría explicarle las funciones del agua. Seguro que no las entendería jamás. Seguro que ni me escucharía porque ¿quién soy yo? Nadie. Nadie para él, soy un objeto, una muñeca de goma, inchable, sólo sirvo para satisfacer las necesidades de los hombres.
Las letras van apareciendo poco a poco según las escribo. Es un fenómeno maravilloso en el que nunca me había fijado hasta ahora. Me acabo de dar cuenta de que lo adoro desde siempre. Ahora. Después de casi tres años escribiendo historias en este teclado. Me doy cuenta ahora.

Tengo casi diecisiete años, y estoy más maldita que nunca.